Lo terrible de ser una persona
criada en la ciudad, de haber vivido siempre entre el asfalto, es que pierdes
mucho de supervivencia. Me explico
cuando vives en una gran ciudad casi todo lo solucionas a golpe de teléfono,
miras la guía o las páginas amarillas y si tienes un problema allí encuentras
casi siempre solución (joer parece un anuncio
de telefónica). Necesitas un
electricista, un fontanero, un carpintero, un instalador de algo, a golpe de página
y teléfono solucionas. Si por casualidad necesitas comprar algo, en la gran
ciudad tienes casi de todo o todo. Por eso cuando un urbanita se traslada al
medio rural al principio parece confiado, con la prepotencia de que todo irá
bien y sabrá campear los posibles problemas que salgan a su paso. Que error más
grande.
Yo lo empecé a ver sobre las 5 de la madrugada. Dormía
plácidamente, hasta parecía que disfrutaba de un hermoso sueño, cuando empecé a
sentir una humedad en la almohada y al cambiar de posición una gota se estrello
sobre mi cara y acto seguido otra. Abrí los ojos mirando a la negrura de la
habitación y tanteando como pude encendí la luz de la mesilla. Arriba, en el
techo, una grandiosa mancha de humedad se extendía y una gota amenazaba con caer
de nuevo. Maldije y volví a maldecir mientras me lanzaba fuera de la cama. Allí
de pie, mirando la gotera, no sabía qué hacer. Recordé que en el maletero del
coche tenía un paraguas enorme de una promoción publicitaria de una marca de
telefonía y sin pensarlo dos veces salí el coche. Como era de esperar al cruzar
la puerta de la casilla un enorme diluvio me atrapo. De mis labios salió un
nuevo improperio, no atinaba a abrir el maletero del coche y cuando lo conseguí
mi cuerpo estaba empapado como si hubiese salido de una piscina. Abrí el
paraguas aunque ya poco me iba a servir y fui de nuevo a la casilla. Ya en la
habitación pues el paraguas abierto sobre la cama, me seque con una toalla y
apagando la luz me volví a meter en la cama. En plena oscuridad me puse a
pensar en lo ridículo que debía ser estar en una habitación con un paraguas
cubriendo una gotera y sonando un chop-chop continuo que apenas dejaba
conciliar el sueño.
Sobre eso de las 7 de la mañana
dejo de caer agua y yo despejado estaba en pie con una taza de café en las
manos. Mire la gotera, la mancha de humedad cubría casi toda la pequeña
habitación y yo pensé que como coño solucionaba el tema. Tendría que subir al
tejado buscar donde estaba el agujero que permitía entrar el agua y taparlo de
alguna manera. Pero yo no tenía ni idea de tejados ni goteras, lo más fácil es
que al subir al tejado me cargara la mayoría de las tejas, que por cierto vista
la casilla tendrían más de cien años.
Así que la mejor solución era
hablar con mi nuevo casero. Me dirigí al bar mirando la calle embarrada y los
pequeños regueros de agua que aun corrían buscando desaparecer por algún punto.
Mi casero al verme entrar ya supuso algo y con media sonrisa me pregunto si tenía
algún percance. Le explique lo pasado y yo creo que por dentro se partía de la
risa al oírme contar mi desventura. Rápidamente empezó a darme solución comentándome
que los personajillos de ciudad nos ahogábamos en un charco de agua. Me dijo
que cuando pasara este mal tiempo me ayudaría a remover el tejado y cambiar las
tejas que hubiese rotas que por eso sería la gotera no por ningún supuesto
agujero en el tejado, que para pasar el trago o los tragos venideros y que no
estuviera duchándome todas las noches
que faltaban de lluvia pusiera una buena y gran bolsa de basura canalizada a un
cubo y así evitaría mojarme mientras durmiera. La bolsa y el cubo me los
proporciono él. Así que invitándome a un café dio por zanjado el asunto y yo si
querer meter más cizaña también lo di por acabado.
Otra de mis odiseas fue empezar a
limpiar el huerto. En mi vida me había visto en una así. Creo que las zarzas,
mala hierbas y demás plantas autóctonas del lugar se dieron un festín con mi
cuerpo, dejándolo lleno de arañazos, urticarias y demás heridas poco
mencionables. También las herramientas dieron cuenta de mí y de mis manos. La azada
creo en mí, aparte de un buen dolor de riñones, unas buenas ampollas en mis
manos poco acostumbradas a las labores de campo. Y para qué hablar de
rastrillos, carretillas, palas y demás útiles de limpieza campestre.
Pero aunque destrozado por lo
menos se que ahora tengo un proyecto de huerto, que si consigo abonas, cavar,
plantar, sembrar o lo que coño se haga con él, mañana tendré algo que me sustente de verduras.
Y como siempre digo, mañana… lo
que se dice mañana… no voy a morir. Vamos a no ser que esta vida rural que he
iniciado acabe conmigo.